Denise Maerker
Atando cabos
04 de mayo de 2009
¿De qué murieron las otras 140 personas que el martes eran parte de los probables fallecidos por el nuevo virus y que, sin embargo, a la hora de hacerles las pruebas del A/H1N1 dieron negativo? A la hora que escribo, y habiéndose ya terminado de hacer las pruebas a todos los casos probables, hay “solamente” 19 muertes confirmadas por este nuevo virus. No son pocos desde luego, pero sí son mucho menos que los reportados inicialmente por los sistemas de salud de todo el país. Importa además porque fue a partir de esas cifras que el Presidente y el secretario de Salud tomaron decisiones, a principios de la semana pasada, que han tenido graves consecuencias para todos los mexicanos.
Ahora resulta que quienes afirman que las medidas tomadas fueron exageradas van a tener en parte razón. Y no porque se hubiera podido responsablemente proceder de otra manera sino porque al no contar con instrumentos precisos y confiables, estas decisiones se tomaron en parte desde la oscuridad. Dos ejemplos: uno, se tuvo que tomar decisiones en base a casos de probables contagios porque carecíamos de la tecnología para hacer las pruebas en nuestros laboratorios. Pasamos una larga y decisiva semana sin datos confirmados.
Dos, cuando el gobierno federal lanza la alerta y pide a los sistemas de salud estatales que reporten casos probables de muerte por neumonía severa atípica, cada estado entiende algo distinto y mandan casos en ocasiones muy alejados de la definición original. Entonces el número de muertos crece artificialmente. Los probables muertos por influenza se acumulaban alarmantemente: el sábado 25 de abril se reportaban 81 casos; el domingo 26, 103; el lunes 27, 149; el martes 28, 159 muertes.
No pretendo con este argumento disminuir en nada la emergencia sanitaria que efectivamente enfrentamos, la confirmación de que una nueva cepa de la influenza se había encontrado en nuestro país era razón suficiente para alarmarse en grado máximo y tomar decisiones enérgicas. El jueves 23 de abril nadie en el mundo podía saber qué tan virulenta era esta nueva cepa ni si los medicamentos disponibles iban a ser efectivos. Tuvimos suerte, al menos eso parece, nos tocó el nuevo brote pero no con la virulencia que esperaban los epidemiólogos. Esto era imposible de saber y había que actuar imaginando el peor escenario. Así se hizo. Sin embargo y a la luz del daño que esta epidemia está causándonos, no podemos dejar de preguntarnos: ¿no se hubiera podido manejar más sutilmente esta crisis de haber contado con mejores herramientas? Seguramente sí.
Lydia Cacho
Plan B
04 de mayo de 2009
Lecciones de la epidemia
Caminamos por la isla de Holbox, Quintana Roo. Entro a la tienda de Elena, en el zócalo montan un templete. ¿Van a hacer concierto?, pregunto. “No”, sonríe Elena, “viene el gobernador quezque a hablar de la influenza esa, como si fuéramos a creerle”. “¿Usted qué piensa que les dirá?”, pregunto. “Todos los años aquí en los pueblos mayas mucha gente muere porque no tiene medicinas, no sé por qué hacen como si les importara ahora”, responde. Por la playa un hombre platicador nos vende helados de pitahaya y coco. Con el sol a plomo cuenta que nació en Solferino, comían pájaro de monte y cerdo salvaje. Sacaban caracol, sólo el que podían comer, y el mar les daba pescado. Hoy viven del turismo. “El Presidente dice que los mexicanos somos peligrosos porque se murieron 16 personas de una epidemia. Ya mató al turismo para todo el año. Que Dios nos proteja”, dice limpiándose el sudor.
Escucho a estas mujeres y hombres que han trabajado desde niños para subsistir; su sabiduría les permite entender más de lo que los políticos creen. Viene a mi mente el rostro de Agustín Carstens, cuando anunció que ante el cierre de negocios por la epidemia, se pensarán incentivos económicos para las empresas que perderían dinero. ¿Y Elena y Manuel? Ni el secretario de Hacienda ni el del Trabajo, sentados en aquella conferencia de prensa, mencionaron el impacto brutal que esta medida tendría para millones de obreros y trabajadoras del turismo, para quienes viven al día y para quienes “disfrutar este aislamiento como unas vacaciones con la familia” es una pesadilla, porque sin sueldo diario no pueden alimentar a su familia.
Manuel asegura que los políticos que deciden esto viven en un mundo donde comer no es bendición, sino entretenimiento o vicio. “Viven en un país y nosotros en otro; si ellos se equivocan mis hijos mueren de hambre, la vida vale más para nosotros que para ellos, a nosotros nos cuesta más cara, aunque ellos gasten más dinero. Si yo digo que vamos a Cozumel pues sabemos a qué hora, cuántos vamos, cuánto va a costar, qué comida llevamos y a qué hora tomar el barco para cruzar. Y estos gobernantes nomás dicen vamos todos pa’llá, pero no se prepararon para cruzar”.
Sólo el tiempo, las y los expertos dirán si las decisiones sobre esta epidemia evitaron algo peor, o si se exacerbó una farsa para afianzar el control político con el miedo. Lo que ya sabemos es que nuestros gobernantes no son estrategas sino apagafuegos, no planean sino improvisan, no gobiernan a personas sino a masas y estratos sociales. Pero también sabemos que México produce mentes brillantes, científicas e intelectuales, que dieron aviso desde 2005 de que teníamos que prever las consecuencias económicas y sociales de una epidemia como ésta.
La evolución del virus puede ser imprevisible, pero la resistencia de mujeres y hombres trabajadores, honestos, solidarios y alegres de este país resulta inconmensurable, es lo que nos sacará a flote. Lo que sí podemos asegurar es que pasará mucho tiempo para rescatar al turismo de sus cenizas y mejorar la imagen de México en el mundo.
Ricardo Alemán
Itinerario Político
04 de mayo de 2009
Morir de gripe
Pasan días, semanas, y sigue sin respuesta la pregunta vital que todos hacen y que nadie se atreve a responder desde el decreto de alerta por virus de influenza humana: ¿Por qué México pone los muertos en la pandemia —igual que con el narcotráfico o la migración— como si se tratara de una fatalidad?
La interrogante la plantearon lo mismo al secretario de Salud, José Ángel Córdova, que a Marcelo Ebrard, jefe del GDF —sean periodistas locales o corresponsales extranjeros—, pero hasta hoy nadie conoce una respuesta clara, convincente y contundente. Y en efecto, lo mismo se puede preguntar en sentido contrario: ¿Por qué, salvo el caso de un niño mexicano, en EU no se han reportados muertes por influenza humana? ¿O es que el virus mortal reconoce y respeta fronteras?
El asunto va más allá de una fatalidad o un virus con capacidades para reconocer fronteras. En México se formuló la pregunta a reputadas autoridades y científicos que prefieren sesudas respuestas que parecen lejos de la realidad. ¿Por qué le dan vuelta al tema? Porque aventurar cualquier tipo de hipótesis frente a una pandemia como esta —incluso plantear la verdadera causante de las muertes—, sería hablar de lo políticamente incorrecto. ¿Quién se atreverá a decir lo que hay detrás?
Basta preguntar a cualquier médico que preste servicios en el sistema de salud pública, para entender que el problema está en una combinación de hechos que hacen ver a los mexicanos como preciviles. Es decir, amplios sectores viven en la incultura básica de la salud; los servicios públicos viven una brutal saturación y severas carencias y, todos en general —ricos, pobres y clases medias— se creen médicos y recurren a la automedicación.
¿Quién y cuántos de nosotros —si hablamos con honestidad—, ante una simple gripe acudía a un médico, antes de la epidemia? ¿Cuántos de quienes fallecieron se automedicaron como primera respuesta; a cuántos un médico con sobrecarga de trabajo sólo les recetó “antigripales”?
Pocos en México visitan al médico ante una gripe. ¿Por qué? Porque pocos saben que es mortal; no creen en la eficacia de los servicios de salud públicos en donde sólo les dan aspirina —salvo en segundo o tercer nivel—, y porque muchos prefieren la cura de la abuela, de origen prehispánico. ¿Por qué México pone los muertos?
Por su escasa cultura sanitaria, por la saturación e ineficacia de los servicios públicos, por la nula credibilidad social en esos servicios, y por la cultura de la automedicación y remedios ancestrales. Y reconocer eso no le gusta a nadie.
EN EL CAMINO
Y sí, es culpa de PRI, PAN y PRD, por igual.